Hace ya 13 años que me vine a España. Y la última vez que estuve en Venezuela fue hace 11, por allá en el 2011.
(11:11, ¡pide un deseo!)
De esa última vez me traje un recuerdo. Uno que cada vez que revivo, se me ponen los pelos de punta y me saltan lagrimillas de los ojos.
Mi madre era profe en la facultad de Economía de la Universidad Central de Venezuela, y yo luego estudié allí en la facultad de Arquitectura.
La Uni ha estado presente en mi vida desde muy pequeña.
Mi madre, cuando yo estaba en primaria, muchas veces me llevaba con ella a clase porque no tenía con quien dejarme.
Recuerdo a sus alumnos, muy majos, jugando conmigo y ayudándome con los deberes.
Recuerdo su despacho y sus colegas saludándome muy contentos.
Recuerdo caminar por los jardines y los pasillos cubiertos. Recuerdo la brisa fresquita y las palmeras moviéndose a su compás (si no conoces la Ciudad Universitaria de Caracas, por favor, búscala en Google).
Pero sobre todo recuerdo al señor chichero, que cada mañana estaba junto al Reloj.
La chicha (una bebida rollo horchata, pero que no tiene nada que ver porque es de arroz y no de chufa) solía ser mi desayuno, porque yo de peque no llevaba nada bien comer recién levantada. Pero mi madre, como buena madre, no se quedaba tranquila hasta que yo llevara algo en el estómago. Y a ESA chicha yo no podía decirle que no, fuera la hora que fuese.
El chichero del Reloj y su chicha me acompañaron hasta que tuve 22 años y me gradué. Y no volví a tomar nunca más chicha. Porque yo ya no tenía clases, y me podía quedar sola en casa.
Hasta unos años después, cuando fui de visita a Venezuela esa última vez. Mi madre tenía que hacer unas gestiones en la Uni y la acompañé.
Y, oh Dios. Allí estaba el chichero. Ya no era el señor original, era su hijo… Pero era el mismo traje, el mismo carro, y la misma chicha.
Por supuesto, me compré una chicha. La más grande y con mucha canela, por favor.
Subí al rectorado con mi madre, y mientras ella hacía sus gestiones, yo la esperé en el pasillo. Mirando los jardines a través del bloque calado, sintiendo la brisa fresquita y bebiendo mi chicha.
Uf. Ese momento.
Fueron quizás solo 5 minutos, pero se me quedó grabado a fuego.
Bastaron 5 minutos para que se concentraran en mí todos mis recuerdos de niña y de adolescente en ese sitio maravilloso. Y la chicha era como un conductor de felicidad.
Cuando salió mi madre le dije: “Ya está, ha valido la pena el viaje” (porque yo en realidad aquel viaje no lo quería hacer). “Gracias por traerme aquí”.
Años más tarde, justo antes de la pandemia, un día en Madrid, mis primos me llevaron a desayunar a un sitio venezolano. Y había chicha. Y, por supuesto, no me pude resistir.
En el primer sorbo vino a mí ESE recuerdo. Me transportó directa a la Uni.
¿Y sabes qué me di cuenta en ese momento? Que a estas alturas del partido yo no bebo chicha porque sea lo único que me entra en el desayuno. Bebo chicha porque es mi conexión con ese sitio maravilloso en el que viví muchos años felices de mi vida.
Por eso yo compro chicha.
¿Y a ti? ¿Por qué te compran tu “chicha”?