Ya llevaba tiempo trabajando en mi negocio cuando empecé a ir a terapia.
Me venía fatal ir una hora por semana a charlar con mi terapeuta, pero lo hacía. Lo hacía porque, a pesar de que me iba fatal ir y aparcar y gastar pasta, luego compensaba.
El problema es que ir a terapia, a veces, es una gran mierda. Sales de allí pensando que mejor te comías un kilo de helado en vez de intentar sanar tus historias.
Dice mi amiga Laura que todo pica para sanar, salvo los ojos que pican para enfermar. Así que, a veces, ir a terapia pica, pero a la larga cura.
Total, que uno de esos días le estaba contando mis movidas a Alfredo (el terapeuta). Le decía que tenía muchos planes para tener éxito pero que no me comía un colín. Le decía que no lo entendía, que yo era consciente de que lo tenía todo para triunfar.
Seguimos la conversación y llegamos a un punto en el que empezamos a hablar de mi familia y tal. Y de pronto, me vino una frase que había oído infinidad de veces y que repetí muy bajito.
“Clavo que sobresale pide martillo”.
Recuerdo que la volví a decir, esta vez en voz alta, y me puse a llorar.
Pero esa no fue la frase que cambió mi vida.
La frase que cambió mi vida llegó varios años después, leyendo un libro, de un tío que me gusta mucho como escribe.
“O asumes que para tener éxito vas a recibir hostias o es mejor no intentarlo”.
Y entonces, una frase con la otra encajaron a la perfección. Lo entendí:
No vas a evitar el martillazo. Cuánto antes lo sepas, mejor. Va a doler. Cuánto antes lo sepas, mejor.
Pero vas a brillar.